Allí estaba... sentado, el anciano miraba a la nada... Y el viejo lloró, y en su única lágrima expresó tanto, que me fue difícil acercarme a preguntarle, o siquiera consolarlo... Por el frente de su casa pasé mirándolo, le sonreí, lo saludé con un gesto, aunque no me detuve... no me animé, no lo conocía y si bien entendí que en la mirada de aquella lágrima se mostraba una gran necesidad, seguí mi camino, sin convencerme de estar haciendo lo correcto... en mi camino guardé la imagen, la de su mirada encontrándose con la mía... traté de olvidarme, caminé rápido, como escapándome, compré un libro, y ni bien llegué a mi casa, comencé a leerlo, esperando que el tiempo borrara esa presencia, pero esa lágrima no se borraba...
Los viejos no lloran así por nada, me dije... esa noche me costó dormir, la conciencia no entiende de horarios, y decidí que a la mañana volvería a su casa y conversaría con él, tal como entendí que me lo había pedido... Luego de vencer mi pena logré dormir...
Recuerdo haber preparado un poco de café, compré galletas, y muy de prisa fui a su casa convencido de tener mucho por conversar...
Llamé a la puerta, cedieron las rechinantes bisagras, y salió otro hombre...
—¿Qué desea? —preguntó, mirándome con un gesto adusto.
—Busco al anciano que vive en esta casa...
—Mi padre murió ayer por la tarde... dijo entre lágrimas.
—¿Murió? —dije decepcionado... las piernas se me aflojaron, la mente se me nubló y los ojos se me humedecieron.
—¿Y usted quién es? —volvió a preguntar.
—En realidad nadie... —contesté, y agregué—: Ayer pasé por la puerta de su casa y estaba su padre sentado, vi que lloraba, y, a pesar de que lo saludé, no me detuve a preguntarle qué era lo que le sucedía... hoy volví para hablar con él, pero veo que es tarde...
—No me lo va a creer, pero usted es la persona de quien hablaba en su diario...
Extrañado por lo que me decía, lo miré pidiéndole más explicaciones...
—Por favor, pase —me dijo.
Luego de servir un poco de café, me llevó hasta donde estaba su diario. El hijo me entregó el cuaderno abierto. Las páginas olían a tiempo detenido. En la última entrada, con una letra temblorosa pero firme, su padre había escrito:
"Hoy, un joven que no conocía me miró a los ojos y me sonrió. No fue un gesto de lástima, sino de reconocimiento... como si por un segundo, él hubiera visto el peso de mis años y, aún así, me tratara como a un igual. Es curioso: mi propio hijo no me dirige esa mirada desde hace décadas. Quizá por eso esta noche, mientras escribo, siento que esa sonrisa fue un mensaje de Dios: 'Aún vales'. Mañana intentaré hablar con él... si es que vuelve a pasar".
Las palabras me atravesaron. Aquel hombre había convertido mi saludo fugaz en un tesoro. ¿Cuántas otras veces había ignorado miradas así, pensando que eran insignificantes?
—¿Sabe? —dijo el hijo de pronto, rompiendo el silencio—. Papá siempre se sentaba ahí esperando a que alguien... cualquiera, le preguntara cómo estaba. Yo lo veía desde mi ventana y pensaba: 'Está viejo y amargado'. Nunca bajé. Ayer, cuando lo encontré sin vida en esa misma silla, entendí que no era amargura... era paciencia. Paciencia para que el mundo, o su propia sangre, le concedieran un minuto de atención".
Sus palabras me dejaron sin aliento. Miré hacia la silla vacía en el porche, donde horas antes el anciano había llorado en silencio. Ahora yo también lloraba, pero no por él... sino por nosotros.
—Nadie debería tener que mendigar compasión —murmuré.
El hijo asintió, y en ese momento supe que ambos habíamos fracasado: él, por no acercarse; yo, por no hacerlo a tiempo.
Al salir de esa casa, llevaba conmigo dos lecciones grabadas a fuego:
1.Que los gestos más pequeños una sonrisa, un saludo— pueden ser el último rayo de luz para alguien en la oscuridad.
2.Que el remordimiento más cruel no es por lo que hicimos, sino por lo que evitamos hacer.
Desde entonces, cuando dudo si acercarme a un desconocido que parece sufrir, recuerdo al viejo y su diario. Y entonces cruzo la calle.