“Creí que ya no podía caer más bajo… hasta que me vi peleando con un perro por un trozo de pan.”
A Jonás lo dejaron libre sin aviso, como quien suelta una caja vieja en medio de la nada. Había pasado cinco años en prisión por intentar robar una tienda con una navaja oxidada. Tenía 20 cuando entró. Salió con 25 y el corazón reseco, como si los años hubieran evaporado todo lo que un día soñó ser.
Nadie lo esperó afuera. Su madre había muerto de tristeza, su hermano se cambió el apellido, y su padre… su padre fue una sombra que nunca se quedó.
Los primeros días no durmió, solo deambuló. No sabía cómo hablar sin que lo miraran como amenaza.
Pidió un café en una parroquia, y un hombre con corbata le soltó sin mirarlo:
— La cárcel es para aprender, no para mendigar.
Jonás no dijo nada. Pero por dentro… se rompió un poco más. Porque él sí había aprendido. Lo que no sabía era cómo volver a empezar sin nadie que le enseñara dónde se empieza.
Una noche de lluvia se resguardó en un portal. Un hombre mayor cosía zapatos bajo la luz de un farol. Jonás lo observó en silencio.
— ¿Tienes hambre o curiosidad? —le preguntó el viejo.
— Las dos.
— Entonces siéntate. Aquí se come mientras se aprende.
Y así fue. El viejo le enseñó a cambiar suelas, coser cuero, pulir punteras y no tener miedo de equivocarse.
— Esto también es una forma de sanar —le decía.
Jonás empezó a ofrecer reparaciones por las esquinas. “Zapas que vuelven a caminar”, escribía en su cartón. Al principio solo le daban pares rotos o tenis sin suela. Pero cada arreglo era una oportunidad.
Un día, una mujer le llevó unas botas de marca.
— Si me las dejas vivas, te traigo a mis amigas.
Él no solo las dejó vivas… les dio una segunda vida.
Con lo que ahorró, compró una vieja máquina de coser. La instaló en un rincón de un almacén que le prestaron a cambio de cuidar el lugar.
Colgó un letrero con una tiza:
“Aquí no se tiran los zapatos… ni las personas.”
Un día la máquina se le quemó. Pensó en rendirse. Pero al día siguiente, un cliente volvió con otra, usada, y una nota que decía:
“No pares. Lo haces mejor de lo que crees.”
Hoy Jonás tiene un pequeño taller con olor a cuero, café y esperanza. No tiene redes, ni logos, ni fachada. Solo un banco de madera y su historia colgada en cada costura.
A veces, al terminar la jornada, camina hasta el callejón donde un día durmió. Mira el suelo, suspira, y se va sin decir nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario